15 de junio de 2015

YUKI ONNA, de Lafcadio Hearn


En un pueblo de la provincia de Musashi, vivían dos leñadores: Mosaku y Minokichi. Mosaku era un anciano, pero Minokichi, su aprendiz, era un muchacho de tan sólo 18 años. Todos los días iban juntos a un bosque situado a unas cinco millas de su aldea. En el camino hacia el bosque se debía cruzar un río, para lo cual se usaba un bote. Varías veces se había construido un puente sobre el río, pero cada vez que se producía una crecida, la corriente terminaba arrastrándolo.
Mosaku y Minokichi estaban ya camino a casa, una tarde muy fría, cuando una gran tormenta de nieve les alcanzó. Llegaron al río, donde el barquero les ayudaría a cruzar, pero éste se había ido y, lo peor que les podía haber pasado, había dejado el bote amarrado al otro lado del río. No era un día para nadar y los leñadores se refugiaron en la pequeña cabaña del barquero. En la choza no había brasero, ni ningún lugar en que poder hacer un fuego: era sólo una cabaña de dos tatami (es decir, de una superficie de unos seis pies cuadrados), con una sola puerta, pero sin ventanas. Mosaku y Minokichi aseguraron la puerta y se echaron a descansar, con sus chubasqueros de paja sobre ellos. Al principio no sentían mucho frío y pensaron que la tormenta pasaría pronto.
El anciano se quedó dormido casi inmediatamente, pero el joven permaneció despierto un buen rato, escuchando el terrible viento y la nieve golpeando la puerta. El río rugía y la cabaña se bamboleaba y crujía como un barco de juncos en el mar. Era una terrible tormenta y el aire se hacía cada vez más frío. Minokichi se estremeció, pero, a pesar del frío, al final se quedó dormido.
Se despertó al notar sobre su cara una ligera llovizna de nieve. La puerta de la cabaña había sido abierta a la fuerza y vio a una mujer dentro de la choza, una mujer vestida de blanco. Estaba inclinada sobre Mosaku y le echaba su aliento, frío y brillante. De repente se volvió hacia Minokichi. Él intentó gritar, pero no podía emitir ningún sonido. La mujer se inclinaba cada vez más sobre él, hasta que casi pudo tocar su rostro con el suyo. Era muy hermosa, pero sus ojos daban miedo. Durante unos instantes ella no dejó de observarle, hasta que finalmente sonrió y le susurró: “Tenía intención de tratarte como al otro hombre. Pero no pude evitar sentir un poco de lástima por ti, porque eres tan joven...Eres un hombre hermoso, Minokichi, y no voy a hacerte daño. Pero si le dices a alguien, incluso a tu propia madre, lo que has visto esta noche, lo sabré y te mataré. ¡Recuerda lo que te he dicho!”.
Con estas palabras, la mujer se apartó de él y salió por la puerta. Entonces él pudo empezar a moverse, se levantó y miró hacia afuera. Pero ella ya no estaba a la vista y la nieve empezaba a entrar con fuerza en la cabaña. Minokichi cerró la puerta y la aseguró fijando varios leños de madera contra ella. Se preguntó si el viento había conseguido abrirla, ya que estaba empezando a pensar que todo había sido un sueño y que había confundido el resplandor de la nieve en la puerta con la figura de una mujer de blanquísima piel, pero no podía estar seguro. Llamó a Mosaku y se asustó, porque el viejo no respondía. Extendió la mano en la oscuridad hasta tocar la cara del anciano, que parecía de hielo. Mosaku estaba muerto.
Al amanecer, la tormenta había amainado y cuando el barquero volvió a su puesto, poco después de la salida del sol, encontró a Minokichi tirado, sin sentido, junto al cuerpo congelado del anciano. El joven fue rápidamente atendido y pronto volvió en sí, pero estuvo enfermo durante mucho tiempo por los efectos del frío de aquella horrible noche. A pesar de su miedo, no dijo nada sobre la mujer de blanco. Tan pronto como se recuperó, volvió a su profesión. Se iba solo al bosque cada mañana y volvía con la caída de la noche, con su haz de leña.

Una tarde, en el invierno del año siguiente, Minokichi volvía a casa y pasó por delante de una chica que parecía viajar por el mismo camino que él. Ella era alta, delgada, muy guapa y respondió al saludo del joven con una voz tan agradable al oído como el canto de un pájaro. Entonces, caminó juntó a ella y empezaron a hablar. La chica dijo que su nombre era O-Yuki, que recientemente había perdido a sus padres y que iba a Edo, donde unos parientes le podrían ayudar a encontrar un empleo como sirvienta. Minokichi pronto se sintió cautivado por esta extraña muchacha y cuanto más la miraba, más hermosa parecía. Le preguntó si estaba prometida y ella, sonriente, le contestó que era libre. Pero ella también le preguntó lo mismo al joven, si estaba casado o comprometido con alguna muchacha. Y él le contestó que, aunque sólo tenía una madre viuda a la que mantener, la cuestión de una “honorable nuera” aún no había sido considerada, ya que él era aún muy joven. Después de estas confidencias, caminaron un largo rato sin hablar, pero, como dice el proverbio: “cuando el deseo está ahí, los ojos pueden decir tanto como la boca”. En el momento en que llegaron a la aldea, ambos estaban muy a gusto el uno con el otro. Entonces Minokichi le preguntó a O-Yuki si quería descansar un poco en su casa. Después de un tímido titubeo, ella accedió y fueron juntos a su casa. Su madre le dio la bienvenida y preparó comida caliente para ella. O-Yuki se comportó tan educadamente que la madre de Minokichi pronto se encariñó con ella y trató de convencerla para que retrasara su viaje a Edo. Y nunca fue a Edo, se quedó en la casa como la “honorable nuera”.
O-Yuki demostró ser una muy buena nuera. Cuando la madre de Minokichi murió, unos cinco años después, sus últimas palabras fueron de afecto y elogios para la esposa de su hijo. Y O-Yuki tuvo diez hijos con su esposo, todos bellos y de piel muy blanca.
Los aldeanos pensaban que O-Yuki era una mujer maravillosa, de naturaleza distinta a ellos mismos. La mayoría de las campesinas envejecían prematuramente, pero O-Yuki, incluso después de haber sido madre de diez niños, parecía tan joven y hermosa como en el día en que llegó al pueblo.
Una noche, después de que los niños se habían ido a dormir, O-Yuki estaba cosiendo a la luz de una lámpara de papel y Minokichi, mirándola dijo: “El verte cosiendo, con la luz reflejada en tu cara, me ha hecho pensar en una cosa extraña que ocurrió cuando yo era un muchacho de 18 años. Vi a una mujer tan hermosa y pálida como tú, de hecho era muy parecida a ti”
Sin levantar los ojos de su trabajo, O-Yuki respondió: “Cuéntame sobre ella. ¿Dónde la viste?”.
Entonces Minokichi le habló de la terrible noche en la cabaña del barquero, sobre la mujer de blanco que se había inclinado sobre él, sonriendo y susurrando, y sobre la silenciosa muerte del viejo Mosaku. Y él dijo: “Dormido o despierto, esa fue la única vez en que yo vi a un ser tan hermoso como tú. Por supuesto no era un ser humano y yo le tenía miedo, mucho miedo, pero ¡ella era tan blanca!...de hecho, nunca he estado seguro de si fue un sueño lo que vi o la Mujer de la Nieve...”
O-Yuki arrojó su costura y se levantó. Inclinándose sobre su esposo, le gritó en la cara: “¡Era yo! ¡Era Yuki! ¡Y te dije entonces que te mataría si alguna vez decías una palabra sobre eso!  Pero, por esos niños dormidos ahí, no te mataré en este momento. Y será mejor que les cuides muy bien, pues si alguna vez tienen una razón para quejarse de ti, te trataré como te mereces”
Aún mientras gritaba, su voz se iba haciendo cada vez más débil, aguda como el llanto del viento. Entonces se fundió con una blanca neblina, que se coló a través de las vigas del techo. Nunca volvió a ser vista.





Yuki Onna”, leyenda japonesa recogida en “Kwaidan” de Lafcadio Hearn. 
Imágenes pertenecientes a "Kwaidan" (1964), de Masaki Kobayashi

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